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  CHARADA Y TELELE, DOS PULGAS DE CUIDADO                                                                                 

 

I. EL ENCARGADO DE LOS LIBROS 

 

¡A Joaquín le había tocado el peor trabajo del mundo! O eso pensaba él. Ser encargado de los libros durante toda una semana. ¡Una semana!, se quejaba en voz alta. Y es que eso es mucho tiempo si tenemos en cuenta que a Joaquín no le gustaba nada leer.

Las tareas del encargado de los libros consistían en apuntar en una lista los libros que sus compañeros cogían prestados, anotar cuándo los devolvían y sobre todo, ordenar las estanterías de la pequeña biblioteca que había en la clase.

–¡Si por lo menos no fueran tan pesados! –se quejaba Joaquín mientras subía, con mucho esfuerzo, una enorme pila de libros a la estantería.- ¿Por qué los libros son tan gordos?

-¿Gordos? –preguntó su hermana Silvia sorprendida.- Tú sí que estás gordo.

Esto no era verdad, porque Joaquín era un chaval más bien delgado, con el pelo tieso y la cara llena de pecas. De todas maneras, Joaquín se giró hacia su hermana dispuesto a protestar, cuando la escalera se balanceó peligrosamente.

–¡Cuidado! –gritó Silvia, al tiempo que sujetaba la escalera con las manos.- ¡Si se caen, los libros podrían estropearse!

–¡Y si me caigo yo, qué! –exclamó Joaquín indignado, al tiempo que se sujetaba a una de las baldas con la mano que tenía libre– ¿Yo no me estropeo?

Por suerte, la escalera recuperó de nuevo el equilibrio y Silvia contempló a su hermano, divertida. 

–No lo creo–dijo su hermana, burlona.- Tienes la cabeza demasiado dura.

Silvia solía burlarse de Joaquín. Y es que, a pesar de ser mellizos, no podían ser más diferentes. Excepto por las pecas, nadie diría que eran hermanos.

–¡Podrías ayudarme! –exclamó enfadado Joaquín–, al fin y al cabo, ¡Te has leído casi todos y ya sabes dónde van!

Silvia era un ratón de biblioteca, siempre con un libro en la mano, mientras que Joaquín soñaba con ser titular del equipo de fútbol del colegio y ganar la copa de la Federación.

–¡Si te ayudara no tendría gracia! –exclamó su hermana–, además, yo fui la encargada el mes pasado.

Joaquín, un tanto molesto con su hermana, se puso de puntillas sobre la escalera.

–¡Ya que no vas a ayudarme, por lo menos intenta no leer durante estos días! ¡Me ahorrarías mucho trabajo! –gruñó  mientras colocaba un enorme volumen con las aventuras de Sherlock Holmes, que su hermana acababa de sacar de la mochila.

–¡Como quieras!–exclamó Silvia, dirigiéndose a la puerta- Intentaré ser tan burra como tú, hermanito, pero va a ser difícil. Muy difícil.

Joaquín observó cómo su hermana empujaba el pomo de la puerta y se preguntó si realmente sería capaz de dejarle allí, con toda esa pila de libros por ordenar.

-Silvi, silvina –así era cómo la llamaba cada vez que le pedía un favor-. Esta tarde tengo entrenamiento. Dentro de una semana son las pruebas para ser titular del equipo…

Pero Silvia estaba demasiado acostumbrada a los chantajes de su hermano y no estaba dispuesta a dejarse engañar tan fácilmente.

-¡La semana pasada fue mi turno y no me ayudaste a colocar ni un solo libro! –le espetó.

Y sin esperar un segundo, salió del aula, dejando a Joaquín solo frente a la gran montaña de libros.

Joaquín miró los libros, nervioso, y comprobó la hora. Faltaban menos de 10 minutos para que comenzara el entrenamiento. Tenía que darse prisa, mucha prisa, si no quería llegar tarde.

 

II. TARDE Y UN PROBLEMA

 

La escalera se balanceaba peligrosamente de un extremo a otro de la biblioteca, mientras Joaquín encajaba los libros en los huecos de las baldas.  Sus brazos se movían tan rápido que parecían las aspas de un ventilador, y aunque estuvo a punto de caerse un par de veces, no podía parar si quería llegar a tiempo.

Nada más colocar el último libro, salió corriendo hacia el polideportivo. Se cambió por el camino, lo que provocó la risa de un grupo de chicas que esperaba en el patio y, de un salto y sin aliento, bajó la escalinata de las gradas del gimnasio.

Apenas había puesto un pie sobre la pista de madera, cuando sonó un fatídico silbato que anunciaba el fin del calentamiento. Joaquín se llevó las manos a la cabeza, desesperado. El entrenador era muy estricto sobre el tema y Joaquín sabía que sin calentamiento, no había partido. De mala gana, se dejó caer sobre uno de los bancos y observó la pista.

Desde el centro del campo, un chico rubio y con los dientes amarillo fluorescente, le sacó la lengua. Se llamaba Rubén y era, lo que podría llamarse, su rival o como le gustaba decir a Joaquín, su peor enemigo. Ambos competían desde hacía tiempo por el puesto de delantero titular y dentro de una semana se decidiría cuál de los dos se quedaría, por fin, en el equipo.

Joaquín contempló el partido con envidia. Su sitio estaba en el campo, junto al balón y sus compañeros, pensó. ¡No en las gradas!

Un minutos antes del final, Rubén marcó un gol y sus compañeros lo celebraron entre gritos y aplausos. Todos menos Joaquín, que contemplaba apesadumbrado como su puesto de titular corría serio peligro.

Cuando terminó el partido y mientras sus compañeros se cambiaban, Joaquín se armó de valor y se acercó a hablar con el entrenador.

-Dis-disculpe entrenador, pero es que soy-soy el encargado de la biblioteca y me he tocado recoger una pila enorme de li-libros después de clase. Por-por eso he llegado tarde…

El entrenador era un hombre con fama de duro y a Joaquín siempre le temblaba la voz cuando hablaba con él.

-Pues tendrás que hacerlo más rápido para llegar a tiempo –sentenció.

-¿Más rápido? –preguntó Joaquín- ¡Pero eso es imposible!

-Si quieres jugar de titular en el equipo –dijo el entrenador mientras señalaba la pista del polideportivo- tendrás que hacerlo. Los que no juegan, recogen, ya lo sabes.

Y acto seguido, señaló los laterales de la pista, donde se encontraban desperdigados el resto de balones y los conos de entrenamiento.

Joaquín abrió la boca para protestar pero la fría mirada del entrenador le detuvo a tiempo. No tenía más remedio que obedecer. Así que por segunda vez en el día, se dispuso a realizar lo que más odiaba en el mundo entero: recoger.

Mientras sus compañeros se cambiaban, Joaquín apilaba los balones en una malla de tela.  

-¿Quién va a ser titular ahora, flacucho? –gritó Rubén desde el otro extremo de la pista.

Acto seguido, se acercó a la malla donde se guardaban los balones y tiró de la cuerda. La malla se abrió de golpe y los balones rodaron ruidosamente por la pista. Joaquín se acercó corriendo, pero era demasiado tarde. Para cuando llegó, no quedaba un solo balón dentro y Rubén había escapado.

-¡Cobarde! –gritó Joaquín, mientras contemplaba el desastre.

Rubén había demostrado una vez más, ser un tramposo. Sin embargo, tenía razón en una cosa. Si Joaquín quería ser titular, tenía que hacer algo. No podía volver a llegar tarde. Su puesto de titular estaba en peligro.

 

III. EL CIRCO 

 

Joaquín seguía buscando la manera de no faltar a los entrenamientos, pero aquella mañana no quería pensar en libros ni nada parecido. Aquella mañana iban de excursión, y es que, cómo él decía, a veces el colegio no estaba tan mal. Sólo a veces.

Un autobús les recogió en el colegio y la clase entera cantó, con la Señorita Carmen al frente, durante el trayecto. Bueno, todos menos Silvia, que leía muy concentrada, junto a la ventanilla.

¡Qué hermana tan rollo tengo!, pensaba Joaquín al tiempo que miraba de reojo el libro. ¡Seguro que se lo acaba antes de que lleguemos! ¡Y otro libro más que tendré que colocar esta tarde! Después de todo, no era tan fácil como pensaba olvidarse de los libros…

El autobús les dejó en el parking de la casa de campo y desde allí caminaron hasta una gran explanada donde se levantaba la lona blanca y roja del circo. Joaquín pasó su mano, sorprendido, sobre los cientos de bombillas y banderines de colores que adornaban la carpa. Sobre la entrada, una gran bandera verde con la cara de un tigre les daba la bienvenida.

La pista central, redonda y llena de arena, ocupaba casi toda la superficie y estaba rodeada por otras dos pistas más pequeñas, a los lados. Del techo colgaban unos columpios que a Joaquín le parecieron altísimos. Se estaba preguntando quién sería capaz de subir ahí arriba, cuando el grupo de acróbatas saltó a la pista.

El pequeño grupo estaba formado por una familia de acróbatas, vestidos con mallas azules y unas preciosas plumas de colores pegadas al cuerpo. Los padres saludaron con una inclinación de cabeza y se colgaron de los columpios que había a cada extremo de la pista. Su hija, una flacucha chica de unos diez años, hizo una graciosa reverencia y de un salto, se subió al columpio de su madre. Luego, con un suave balanceo, impulsaron los columpios, que poco a poco despegaron, hasta volar por encima del público. Desde abajo, parecían aves del paraíso, apuntó Silvia. O águilas, corrigió Joaquín. Justo cuando estaban en el punto más alto, la chica se deslizó por el brazo de su madre. Los columpios continuaron su balanceo, arriba y abajo, con la chica colgando, y cuando estuvieron lo suficientemente cerca el uno del otro, la chica se soltó y salió volando por encima de la pista. Todos lanzaron un grito de angustia, pensando que la pobre caería al suelo, cuando su padre, con un rápido movimiento de muñeca, la cogió en el aire y la subió al columpio. Por todas las gradas se oyeron suspiros de alivio.

Los acróbatas realizaron un montón de piruetas más, todas dificilísimas y los chavales coincidieron en que era el oficio más peligroso del mundo. Aplaudieron a rabiar cuando el número hubo terminado, sobre todo a la pequeña acróbata, que saludaba una y otra vez, doblando las rodillas con su mallot azul.

Los payasos fueron los siguientes. Llevaban pelucas de vivos colores, nariz postiza y unos zapatones gigantes, que les hacían tropezar cada dos por tres. Eran tan divertidos que a los chavales les dolía la tripa de tanto reír.

Luego vinieron los animales: elefantes gigantescos, tigres con grandes colmillos y hasta un grupo de monos, escurridizos y tramposos, que robaban los plátanos a sus cuidadores. Era impresionante.

Sólo quedaba un número. El último. Un espectáculo nunca visto, anunció el presentador. Joaquín contuvo el aliento, ilusionado. Un hombrecillo con bigote, traje negro y acento extrañó saltó a la pista. Cogió el micrófono y se presentó: era Hipólito Malatesta, domador de pulgas. Joaquín soltó una risita. ¿Domador de pulgas? Nunca había oído nada tan ridículo. ¿Para qué servía una pulga?

El domador colocó una maqueta sobre una mesa. Era una reproducción exacta del interior del circo. Con sus tres pistas, los columpios, trapecios y hasta las bombillitas de colores.

–Señoras y señores –exclamó Hipólito Malatesta–, les presento mi gran circo de pulgas. ¡Acérquense para verlo bien! ¡Es un espectáculo único en el mundo!

Joaquín hizo un ruidito, desconfiado. ¿Único?, repitió. Eso está por ver. Sobre la mesa solo había una maqueta vacía.

De repente, los columpios de la maqueta comenzaron a moverse solos. Al principio muy despacio pero poco a poco, fueron ganando velocidad.

–¡A le hop! –gritaba el hombre–, balanceo y salto mortal. Muy bien. Den un fuerte aplauso a Charada, la pulga acróbata.

Los chavales aplaudieron, un tanto extrañados, pues no podían ver a la tal Charada. En realidad, no veían nada de nada.

–Eso es pequeña –continuó el hombre–, muy bien, para delante y para atrás. ¡Maravilloso!

Los pequeños columpios se movían rítmicamente, arriba y abajo sin que nadie los tocara y la clase entera los contemplaba en silencio. Parecía cosa de magia.

¿Charada?, pensó Joaquín, ¡chorradas, más bien! Esto es un truco. Este tipo se cree que por ser niños no nos enteramos de nada. Pues se equivoca, sentenció. A mí no me la pega.

–Ahora necesito un voluntario –pidió entonces el domador–. Un voluntario para demostrarles que no hay truco alguno.

Joaquín dio un respingo sobre su asiento. Era como si el domador le hubiera leído la mente. Pero no era posible. ¿O sí?

–Ningún resorte mueve estos pequeños columpios más que mis pulgas amaestradas –continuó el hombre–. ¿Quién quiere salir para demostrarlo? ¿Algún voluntario valiente?

Varios niños levantaron la mano, excitados, y el dedo del señor Malatesta recorrió las cabecitas de los chiquillos, uno a uno. Dudó un par de veces pero finalmente se detuvo frente a… ¡Joaquín!

–Tú, pequeño, no tengas vergüenza –dijo el domador–. ¡Ven aquí!

Joaquín se quedó paralizado. Todos los ojos se volvieron hacia él. No es que tuviera vergüenza, pensó. Simplemente, no se fiaba del domador. ¡Además, no se había ofrecido como voluntario!

-Sal, te está señalando –susurró su hermana.

Joaquín negó varias veces con la cabeza y entonces Silvia le dio un pellizco en el brazo, tan fuerte, que se levantó de un salto. El foco de luz le iluminó la cara y todos le miraron con envidia. De pronto, y sin querer, se había convertido en voluntario.  

Una vez en la pista, el señor Malatesta le hizo pasar la mano por encima de la maqueta para comprobar que no había ningún hilo que moviera los columpios. Joaquín pasó la mano, sin encontrar cable alguno. Luego, dio la vuelta a la maqueta con mucho cuidado, pero tampoco allí había nada que pudiera explicar el movimiento de los columpios. 

–Y ahora este simpático ayudante ordenará a mis queridas pulgas hacer el siguiente número –dijo el domador–. Primero, acércame esa bola, muchacho.

El domador señaló una pequeña bola gris, del tamaño de una pelota de tenis, que había sobre la mesa. Joaquín cogió la bola pero del peso, por poco la deja caer al suelo. ¡Cómo pesa!, pensó, ¡ni que fuera de hierro!

-¡Es una bola de hierro! –anunció el domador.

Con gran esfuerzo, Joaquín colocó la bola sobre una pequeña palanca que había sobre la mesa. 

-Una de mis pulgas saltará sobre la palanca y la pelota saldrá despedida por los aires –anunció el domador.

Joaquín le miró extrañado. ¿Cómo podía una pulga mover esa bola de hierro?

–¿Estás listo? –le preguntó el domador.

Joaquín se encogió de hombros y el hombre volcó un frasco de cristal sobre su mano. 

–Voy a depositar sobre la palma de tu mano dos de mis pulgas más fuertes, “Charada” y “Telele”. Ten cuidado no las pierdas de vista, ¡son muy traviesas! –advirtió el domador.

–Pero si no las veo –se quejó Joaquín angustiado, mientras contemplaba su palma vacía.

El resto de la clase estalló en una sonora carcajada.

–Charada, Telele, demostrad a este incrédulo jovencito dónde estáis –dijo el domador.

Al momento, Joaquín sintió un cosquilleo junto a su dedo gordo. Desde luego, había algo sobre su mano, aunque no pudiera verlo.

–Ya las noto –dijo entre risas.

–Bien, muchacho –dijo el hombre–, y ahora ordena que salten sobre el balancín. Recuerda que debes usar la palabra mágica.

-¿Y cuál es? –preguntó Joaquín, que no había prestado demasiado atención al número.

-¡Tenemos un despistado entre nosotros! –se burló el domador. La clase rió de nuevo-. La palabra es “entelequia”, muchacho. Entelequia.

Joaquín no tenía ni idea de lo que significaba, pero aun así la repitió en voz alta.

-¡Entelequia! –gritó.

Pero la bola no se movió ni un milímetro. Joaquín empezó a preocuparse. Puede que las pulgas se hayan ido, pensó. O tal vez, no era la palabra exacta. Algo había hecho mal, se dijo. Entonces, sin previo aviso, uno de los extremos del balancín bajó con fuerza sobre la mesa. Al momento, la bola salió despedida hacia las gradas, a tal velocidad que varios chicos tuvieron que bajar la cabeza para que no los golpeara. Atravesó las gradas por completo y finalmente desapareció tras hacer un agujero en la carpa. Los chavales se quedaron con la boca abierta. No habían visto nunca nada igual. Había que reconocer que estas pulgas eran tremendamente fuertes.

Todos aplaudieron mucho, incluido Joaquín, que volvió de nuevo a su sitio, muy pensativo. Cuando se sentó, esbozó una gran sonrisa. ¡Acababa de tener una idea! ¡Una gran idea!

 

IV. UN VISITA A LA CARAVANA DE HIPOLITICO MALATESTA 

 

Después del espectáculo hicieron un pequeño descanso para merendar. Joaquín aprovechó que todos estaban muy distraídos con sus bocadillos para escabullirse del grupo y buscar al señor Malatesta. Tenía que hacerle una pregunta importante.

Rodeó la carpa por uno de los lados y se acercó a la zona donde estaban aparcadas las caravanas, formando un semicírculo.

Un letrero, encima de cada puerta, anunciaba el nombre de los artistas. Paseó por el parking hasta que se detuvo delante una caravana negra, con un gran rótulo dorado. “SEÑOR MALATESTA, DOMADOR DE PULGAS”, rezaba el cartel. Joaquín golpeó la puerta.

–Señor Malatesta –dijo tímidamente.

Una voz aguda llegó desde el interior de la caravana.

–¿Quién se atreve a molestarme?

–Soy Joaquín. Usted me sacó para que le ayudara en la función –explicó nervioso.

–Ah, vaya, vaya –dijo el hombre abriendo la puerta–, sabía que volvería a verte. ¿Qué quieres, muchacho?

Joaquín, que no sabía por dónde empezar, balbuceó unas palabras, hasta que al final dijo:

–¿Me gustaría saber si es fácil amaestrar a una pulga? O sea, si yo podría aprender.

El hombre le observó de arriba abajo y se estiró el bigote con los dedos.

-Ahora mismo no necesito un ayudante –dijo de malos modos.

-No señor, no me ha entendido bien –insistió Joaquín-. No quiero ser su ayudante. Me gustaría amaestrar mis propias pulgas.

-¿Tú? ¿Domador? -el hombre le clavó sus pequeños ojillos- Podría ser. Podría ser. Tienes aptitudes.

            Joaquín sonrió, ilusionado. No estaba seguro en qué consistían sus “aptitudes” pero su plan estaba en marcha. Sin embargo, la alegría le duró poco.

-Deberás entrenar cada día durante dos o tres horas. Ser disciplinado y no bajar nunca la guardia. Y puede que dentro de un año, o tal vez dos, estés preparado para domar una pulga. Una mansa, claro. Porque con las traviesas se tarda algo más –soltó el hombre.

–¡Entrenar dos o tres horas al día! ¡Un año! ¡Pero si precisamente ese es mi problema! ¡Yo no tengo tanto tiempo! –exclamó Joaquín, agobiado. De pronto, su plan estaba en peligro.

–Ah, entonces, no hay nada que hacer. Nada que hacer –dijo el hombre–.  Y ahora, si me disculpas, tengo que ir a hablar con la trapecista. Parece una chica muy equilibrada, ¿no crees, muchacho? Ja, ja, ja. Equilibrada.

El domador bajó los escalones de la caravana y pasó junto a Joaquín, mientras se estiraba la chaqueta.

–Sólo una pregunta, señor domador –suplicó Joaquín. Era su última oportunidad y tenía que aprovecharla- ¿Cuál era la palabra mágica? ¿Eminencia?

–¡Entelequia! –gritó el hombre enfadado- ¿Es que no prestas atención? ¡Entelequia!

-Eso es. Entelequia –repitió Joaquín para sí-. Entelequia.

-Muchacho, no es suficiente con conocer la palabra. Hay que saber qué significa, cómo y cuándo usarla –gritó el domador– Domar pulgas es un oficio que requiere paciencia y dedicación. No hay trucos ni atajos que valgan.  

Los mayores siempre igual, pensó Joaquín, mientras observaba como el hombre se alejaba en dirección a la caravana de los acróbatas. Que si todo se aprende con esfuerzo y que si “bla bla bla”.  ¿Es que no tenían otra cosa que decir?

Como si le hubiera leído el pensamiento, el domador se detuvo y le hizo una última advertencia.

– Las pulgas son unos bichos encantadores pero pueden llegar a ser muy peligrosos si no se les controla bien.

Luego desapareció entre los coches.

Joaquín tenía la sensación de que el domador había exagerado un poco. ¿Cómo iba una pulga a ser peligrosa? Estaba convencido de que el hombre tan sólo quería asustarlo pero esta vez  no se iba a dejar engañar tan fácilmente.  

Estaba a punto de volver con su grupo cuando de pronto, una ráfaga de viento abrió de golpe la puerta de la caravana.

–Señor Malatesta –gritó en voz alta–, su puerta, se ha abierto…

Pero el domador había desaparecido ya de su vista. Joaquín se acercó para cerrar la puerta cuando se fijó en una estantería llena de botes de cristal.

–Hola, ¿hay alguien? –preguntó mientras entraba.

Había más de cuarenta apilados sobre la estantería. Cada uno con un nombre escrito en una pegatina. Casimira, Sinestesia, Briosa, Carambola... ¡Vaya nombrecitos!, pensó Joaquín.

-¿Señor Malatesta? –volvió a llamar. Pero nada. No había ni rastro del domador.

Enseguida identificó los frascos de “Telele” y “Charada”, las pulgas de la función. Cogió uno y lo observó a la luz. No se veía nada. ¿Estarían dentro?

Se asomó un segundo por la puerta y comprobó que nadie le miraba. Luego, colocó el bote sobre la palma de su mano y gritó.

–Entelequia dice: ¡Salta!

El frasco salió disparado hacia arriba y Joaquín lo rescató de un salto, antes de que cayera al suelo. Desde luego, la pulga estaba dentro, pensó. Contempló la larga pila de botes, todos llenos de pulgas, y tuvo una idea.

Sin pensárselo dos veces, agarró los botes de Telele y de Charada y los guardó en la mochila. Salió corriendo y se reunió con su clase, justo a tiempo. El motor del autobús acababa de ponerse en marcha.

 

 

V. DE VUELTA AL AUTOBÚS 

 

Una vez en el autobús, Joaquín sintió una súbita punzada de remordimiento por lo que había hecho. No le gustaba pensar que era un ladrón.

–Oye, ¿cuantas pulgas hay en el mundo? –le preguntó a su hermana.

–Millones de millones de millones –dijo Silvia–, o más. Hay más pulgas que personas, creo.

Estas palabras le tranquilizaron bastante. Sabía que lo que había hecho estaba mal, pero si había tantas pulgas en el mundo al señor Malatesta no le costaría encontrar dos más para su espectáculo.

–¿Y cómo se pueden ver?

–El que, ¿las pulgas? –contestó su hermana sin hacerle mucho caso–, pues no sé, me imagino que con un microscopio.

Eso sí era un fastidio, porque estaba claro que no tenía ninguno en casa.  

-¿Y si uno no tiene microscopio? –volvió a preguntar-¿Cómo podría verlas?

-Puede que con una lupa sea suficiente –contestó Silvia después de dudar un segundo.

Eso estaba mejor. Joaquín recordaba que tenían en casa la lupa que su abuelo usaba para leer el periódico.

–¿Y qué comen? –preguntó de nuevo–, ¿Hojas de morera?

–¡Serás bruto! –exclamó su hermana–, eso son los gusanos de seda. Oye, Joako, ¿pero por qué quieres saber tantas cosas de las pulgas?

Silvia arrugó la nariz y eso significaba que estaba empezando a mosquearse. Y si Silvia se mosqueaba, podía poner en peligro su plan.

–Por nada –dijo Joaquín-. Por nada.

–Ya –respondió Silvia, y le lanzó esa mirada que sólo saben poner las hermanas mayores. Esa que significa “estoy mosca”. Así que Joaquín, por si acaso, cerró la boca durante el resto del trayecto.

 

 

VI. CHARADA Y TELELE 

 

Nada más llegar a casa, Joaquín corrió a su cuarto y escondió la mochila debajo de la cama. Luego se dirigió a la cocina, donde cogió disimuladamente un poco de lechuga. Lo primero, pensó, era alimentar a las pulgas.

Se encerró de nuevo en el cuarto e introdujo la hoja de lechuga en el tarro. Lo observó durante unos minutos, pero nada. La hoja permaneció intacta. ¡Estaba claro que a las pulgas no les gustaba la lechuga! Joaquín las entendía perfectamente, ya que a él tampoco le gustaba mucho. Así que volvió de nuevo a la cocina y esta vez cogió el bote de orégano que su madre usaba para condimentar las pizzas, un poco de azúcar, harina y también una onza de chocolate.  

Metió todos los alimentos y esperó durante un buen rato. Pero tampoco esta vez ocurrió nada. A las pulgas no les gustaba lo que había traído. Ni tan siquiera el chocolate.

Cansado de esperar, abrió uno de los botes y lo volcó sobre la alfombra. Luego se quedó muy quieto, no fuera a pisarla.

–Hola Charada, soy tu nuevo dueño, Joaquín –dijo intentando aparentar seguridad.

Era la primera vez que entrenaba una pulga, así que no sabía cómo seguir. De pronto, se fijó en un pequeño coche de juguete y se le ocurrió una idea.  

-Eminencia dice: mueve el coche –ordeno Joaquín.

Pero el coche no se movió de su sitio y Joaquín se preguntaba si de nuevo se habría equivocado de palabra.  

–Telelequia dice: mueve el coche –insistió Joaquín.

Pero tampoco se movió.

-No es la palabra. No. Eminencia, telelequia, peripecia… -repitió- ¿Cómo era?

Estaba seguro de que su hermana recordaba perfectamente cuál era la palabra mágica, pero no podía preguntarla nada porque eso aumentaría sus sospechas. La Señorita Carmen les había explicado que era algo irreal, algo que no existía. Así que abrió el ordenador y la buscó durante más de una hora, hasta que la encontró. Era “Entelequia”.

Con cuidado, se acercó de nuevo al pequeño coche de juguete que había sobre la alfombra y susurró.

-Entelequia dice: mueve el coche.

Las ruedas giraron lentamente y el cochecito avanzó unos centímetros. No era mucho pero por lo menos se había movido.

-Entelequia dice: ¡más rápido! –pidió Joaquín.

El coche empezó a ganar velocidad. Las ruedas giraron cada vez más rápido y el pequeño coche se deslizó velozmente sobre la alfombra, bajo la asombrada mirada de Joaquín.  

-Entelequia dice: ¡más, más rápido!  

El coche volaba por la habitación, como un pequeño rayo de color rojo. Se movía de un lado a otro, sin control. Pasados unos segundos, Joaquín intentó detenerlo, pero la pulga se resistía a obedecer. “Entelequia, para”, repitió una y otra vez, pero el coche no se detenía. Pasó junto a la cama, el armario, y cuando llegó a la mesa, chocó contra una de sus patas, tirando todo lo que había encima. Lápices, cuadernos y libros cayeron al suelo haciendo un gran estruendo.

Desde el pasillo, llegó una voz. Rápidamente, Joaquín cogió el bote y ordenó a la pulga que saltara dentro. Luego cerró la tapa con fuerza y la escondió a su espalda, justo en el preciso instante en que la puerta de la habitación se abrió.

–¡Vaya desorden! –exclamó la madre de Joaquín al ver todo lo que había en el suelo–Recoge y termina los deberes.

Joaquín asintió, mientras sujetaba el bote detrás de él. Estaba cansado de que todo el mundo le mandara recoger, pero las cosas iban a cambiar muy pronto. ¡Por fin tenía un plan!

 

VII. UNA PEQUEÑA AYUDA...

 

Al día siguiente, en el colegio, Joaquín no se separó de su mochila. En su interior guardaba el bote de Charada y Telele. Esa misma tarde pondría su plan en marcha, ¡y necesitaba a las pulgas para hacerlo!

Después de clase, Joaquín se encontró con una desagradable sorpresa: alguien había desordenado la biblioteca y vaciado la mitad de las estanterías. En seguida supuso que sería obra de Rubén, que estaba haciendo todo lo posible para que no fuera a entrenar.

-¡Tramposo! –exclamó Silvia al ver el desastre. Y sintió tanta lástima por su hermano que se ofreció a ayudar.

–No hace falta –dijo Joaquín–. Tampoco es para tanto.

Silvia abrió los ojos, muy extrañada. 

–¿Estás seguro? –preguntó.

–Claro que sí –dijo Joaquín, al tiempo que la empujaba hacia la puerta–. Vete a casa a leer o hacer lo que hagáis los empollones. Vete.

-¿Cómo… -Silvia arrugó la nariz, pero Joaquín la echó de clase antes de que pudiera preguntar nada más. Luego cerró la puerta tras de si y comprobó la hora. 

Eran las cinco y cuarto. Tenía diez minutos exactos para ordenar los libros y salir corriendo al polideportivo. Miró de nuevo la pila de libros y calculó. ¡Parecía imposible hacerlo en tan poco tiempo! Ya de por si era un fastidio que la gente leyera tanto, y por si fuera poco, Rubén le había tendido una trampa. 

Abrió su mochila, sacó el tarro de las pulgas y lo miró a contraluz.

–¡Charada, Telele!

El frasco se agitó en su mano.  

–Muy bien, pequeñas, tenéis que ayudarme –susurró al bote–. Todo esto tiene que estar ordenado en diez minutos.

Abrió el bote y se retiró a un lado, por si acaso. Dijo la palabra mágica en voz alta y repitió la orden. Al momento, un par de libros se abrieron y las hojas pasaron a toda velocidad. ¿Para qué abrirán los libros? Se preguntó Joaquín. ¿Acaso las pulgas saben leer?

–No me habéis entendido. Tenéis que colocar los libros en la estantería, no leerlos. Entelequia: colocar. No leer.

Los libros se cerraron de golpe y, como si una mano invisible los moviera, comenzaron a escalar por las estanterías, hasta encontrar un hueco. Si uno no supiera que eran las pulgas las que los movían, pensaría que era cosa de magia.

Joaquín dio un salto de alegría. Su plan estaba dando resultado. Además, las pulgas eran mucho más rápidas de lo que había imaginado.

Mientras los libros iban de aquí para allá, Joaquín aprovechó para ponerse el equipamiento de futbol. Después de nueve minutos, la biblioteca estaba ordenada y cada libro en su sitio. ¡Era increíble! ¡Podría llegar al entrenamiento y todavía le sobraría un minuto! 

 

 

 

VIII. EL PLAN FUNCIONA 

 

Joaquín atravesó la puerta del polideportivo a las cinco y veintinueve minutos. Nada más entrar, se encontró de bruces con Rubén, que hablaba despreocupadamente con sus amigotes, apoyado en una de las gradas.

-Lo que yo os diga –aseguró el chico sin darse cuenta de la presencia de Joaquín-. Un par de días más y Joaquín no pisa el césped. Os lo aseguro.

Los amigotes, que sí se habían dado cuenta de que Joaquín les estaba escuchando, hicieron varios gestos a Rubén para que se callara. Pero éste seguía hablando, como si nada.

-Si cada uno coge tres libros cada día, va a tener una buena montaña que ordenar antes de venir.

Uno de los chicos hizo un ruidito con la garganta y Rubén se dio la vuelta, mosqueado. Detrás de él esperaba Joaquín, con el reloj en alto.

-Las cinco y media y todavía no te has cambiado –anunció triunfal y sin esperar un segundo, saltó al campo.

Estaba en lo cierto. Rubén se había entretenido contando su malévolo plan para fastidiar a Joaquín y todavía no se había cambiado. Corrió a los vestuarios, pero para cuando salió, era demasiado tarde y Joaquín ocupaba el puesto de delantero.

-Rubén, hoy te toca recoger –advirtió el entrenador.

 Rubén se sentó en el banquillo, mientras Joaquín chutaba el balón con fuerza. Su plan estaba dando resultado. ¡Unos pocos días más y seré titular!, pensó.

 

 

IX. SILVIA SE MOSQUEA 

 

Durante los siguientes días, las pulgas ayudaron a Joaquín a ordenar la biblioteca. Rubén y sus amigos seguían empeñados en complicarle las cosas, cogiendo y devolviendo libros sin parar, pero las pulgas eran más rápidas de lo que había previsto y en apenas unos minutos eran capaces de ordenarlo todo, dejándole tiempo suficiente para ir a entrenar.

Sin embargo, tenía que ir con mucho cuidado, pues de vez en cuando era interrumpido por algún compañero e incluso una vez, por la mismísima Señorita Carmen, que se había dejado las gafas en clase. Cuando eso ocurría, ordenaba a las pulgas que pararan durante unos minutos, para que no las vieran mover ningún libro. 

Así, mientras Joaquín pensaba que el plan marchaba sobre ruedas, Silvia estaba cada vez más extrañada. No comprendía como Joaquín podía tener tiempo para tantas cosas. De repente era un encargado modelo, tenía tiempo para entrenar y encima se hacía la cama. ¡Ese no era su hermano!

El miércoles, después de cenar, Silvia se acercó a hurtadillas a su cuarto. Joaquín estaba a punto de sacar el bote de Telele, cuando la pecosa cabecita de Silvia asomó por la puerta. Por suerte, Joaquín reaccionó a tiempo, y empujó el tarro de Telele, que rodó debajo de la cama. ¡Por poco!, pensó.

-¿Quieres algo? –preguntó Joaquín.

Silvia negó con la cabeza y se alejó de allí convencida de su hermano ocultaba algo. ¡Y estaba dispuesta a descubrirlo!

 

 

X. UN GRAN LIO

 

Como cada tarde después de clase, Joaquín sacó el bote de las pulgas y las ordenó que ordenaran la biblioteca. Apenas habían empezado a rellenar los libros de la primera balda, cuando de repente llamaron a la puerta.

–¿Quién es? –preguntó asustado.

La voz de Silvia sonó al otro lado de la puerta.

– Soy yo. Abre, es importante –dijo su hermana.

Joaquín, nervioso, ordenó a las pulgas que pararan y abrió la puerta.

Silvia entró como un remolino y echó a su hermano a un lado, dispuesta a descubrir qué era lo que pasaba. Se paseó por toda la clase, con la nariz arrugada, como si fuera un perro. Finalmente se acercó a él y le miró de arriba abajo.

-¿Qué haces? –preguntó Joaquín- ¿Y por qué pones así la nariz?

-¿Dónde está tu mochila? –preguntó ella, todavía con la nariz arrugada.

Joaquín señaló la mochila, tirada sobre un pupitre.

-Ahí, ¿para qué la quieres?

Silvia se acercó a la bolsa y, sin pedir permiso, la abrió con un rápido movimiento de cremallera.

-Pero, ¿qué haces? –protestó Joaquín.

-Ajá –exclamó.

Y volcó el contenido de la mochila sobre una mesa: un estuche, una bola de papel de aluminio y un calcetín sucio. Es era todo lo que había.

-¡Qué asco! –exclamó, sujetando el calcetín con los dedos.

-Eso no te pasaría si no cotillearas en las cosas de los demás –respondió, guardando el calcetín de nuevo en su sitio.

Pero Silvia no estaba dispuesta a darse por vencida. No tan rápidamente.

–¿Por qué te encierras en clase?

–Para que no me molesten los pesados como tú –repuso Joaquín, un tanto enfadado.

De pronto, uno de los libros se deslizó por la estantería. Joaquín dio un salto y se puso delante.

–¡Quieta! –gritó Joaquín, refiriéndose a la pulga que, traviesa, lo movía de un lado a otro.

–Si no me he movido –repuso Silvia confundida–. Últimamente estás muy raro. Estoy preocupada. Muy preocupada.

–¿Raro? ¿Por qué lo dices? –preguntó Joaquín nervioso-.Yo me encuentro muy bien. Fenomenal. Pero vete ya, que tengo muchas cosas que hacer.

–No sé… es como si tuvieras un secreto –respondió Silvia, suspicaz, y volvió a arrugar la nariz.

–¿Un secreto? No digas tonterías –dijo Joaquín, intentando echarla fuera del aula-. ¿No te habrás creído todas esas tonterías de los libros de detectives?

–Espera –dijo Silvia, mientras resistía con firmeza los empujones de su hermano.

–No. Tienes que irte –replicó Joaquín.

Silvia sentía que estaba muy cerca de averiguar la verdad. Si tuviera un par de minutos más, pensó.

–¡Quiero sacar un libro! –exclamó de pronto, muy satisfecha por su ocurrencia.

-¿Ahora? –preguntó Joaquín, mientras comprobaba su reloj.

-Lo necesito –aseguró Silvia mientras se acercaba a la estantería.

Joaquín miró de reojo el libro que descansaba sobre la estantería. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar.

–Bueno, pero date prisa –dijo nervioso. Era difícil controlar a las pulgas.

Silvia se acercó a la estantería y repasó los títulos, uno por uno. Los había leído casi todos. Joaquín, cada vez más nervioso, comprobó el reloj y luego la enorme pila de libros que quedaban por recoger.

–¡No tengo todo el día! ¿Qué te parece ese? –exclamó señalando un enorme volumen de cuentos rusos.

-Es que no estoy segura de si lo he leído o no –respondió Silvia, leyendo el título.

Abrió el libro y ojeó la primera hoja. Entonces ocurrió algo muy extraño. ¡No entendía lo que ponía! Había letras, sí, pero las palabras que formaban no tenían ningún sentido. Leyó el título una vez más y se giró hacia su hermano.

–Joaquín, ¡Algo muy extraño ocurre con este libro! –gritó asustada.

–No digas tonterías –dijo Joaquín, que empezaba a tener un mal presentimiento.

–En vez de negarlo como un papagayo, ¿Por qué no echas un vistazo? –preguntó Silvia, poniéndole el libro debajo de su nariz.

Joaquín cogió el libro de mala manera y lo abrió por la mitad. La primera frase decía lo siguiente: “l  jvn s hb cnvrtd n n rn”

–¿Qué significa? –preguntó Joaquín intrigado. Intentó leerlo en voz alta, pero sólo consiguió escupir a su hermana.

–¡Para! –exclamó Silvia, mientras se limpiaba la saliva con la manga-. No tengo ni idea.

–Estará escrito en otro idioma –respondió Joaquín, quitándole importancia-. Son cuentos rusos, ¿no? Será ruso.

–No seas burro–dijo Silvia–. Además el titulo está en castellano.

Silvia repitió las palabras para sí y copió la frase en la pizarra.

–No tiene sentido –dijo Joaquín, preocupado–. Es como si faltara algo.

–¡Eso es! –exclamó Silvia–. ¡Faltan letras!

Joaquín sintió un nudo en el estómago.

-¿Pero cuáles? –preguntó Joaquín, que no entendía nada de nada.

Silvia se acercó a la pizarra, concentrada, y repaso un par de veces lo que había escrito. “l  jvn s hb cnvrtd n n rn”

–Ya lo tengo. ¡Faltan las vocales! –respondió Silvia, triunfal–. ¡Mira!

Y escribió en la pizarra las letras que faltaban. Ahora la frase tenía sentido: “La joven se había convertido en una rana”.

–¡Eres un genio! –dijo Joaquín.

–No es para tanto –dijo Silvia tímidamente, olvidándose por un momento del problema– ¿Pero, por qué faltan las vocales?

–No sé, quizá el libro sea demasiado viejo, y se hayan borrado –apuntó Joaquín.

–Eso es muy extraño –dijo Silvia–. ¿Y por qué no se han borrado las demás letras? ¿Sólo las vocales?

–A lo mejor es que las vocales son más…¡delicadas!–dijo Joaquín sin poder evitar la risa por su ocurrencia.

–No tiene gracia. ¿Cómo vamos a …?

Pero Silvia nunca llegó a terminar la frase. En ese momento, un libro se abrió de par en par y las hojas comenzaron a pasar a toda velocidad.

–¿Qué es eso? –preguntó asustada.

–Nada –dijo Joaquín cerrando el libro de golpe–. Será el viento.

Nada más decirlo, otro libro comenzó a moverse por la mesa, subió por el lateral de la estantería hasta la tercera balda y de un salto, se coló en un hueco que había entre un diccionario de inglés y un cómic. Silvia observaba con la boca abierta. Hasta se le cayó un poco saliva.

–¿Has visto eso? –preguntó aterrorizada– ¡Se mueve solo!¡Hay que avisar a los profesores! ¡A la policía! ¡A los bomberos!

Evidentemente Silvia era un poco exagerada, pero Joaquín comprendió que había llegado el momento de decirle la verdad a su hermana, antes de que saliera corriendo y avisara a todo el mundo.

Rápidamente le contó cómo había cogido las pulgas de la caravana del señor Malatesta sin que nadie se diera cuenta y cómo las había amaestrado para que le ayudaran a recoger los libros después de clase.

-¡Y a hacerte la cama! –le recordó Silvia.

-Vale, a eso también –reconoció Joaquín.

–Esto que has hecho está mal, Joaquín. Muy mal. Has robado las pulgas y el pobre señor Malatesta las estará buscando para su función –dijo Silvia, muy seria. Parecía realmente disgustada.

–¡Pero si tenía un montón de pulgas! –protestó Joaquín, poco convencido-. Además, tú dijiste que había millones. Millones de millones.

–Da igual. Sigue siendo robar –sentenció su hermana, un poco arrepentida de haberle dicho a Joaquín tal cosa.

–Yo sólo… yo sólo quería tener tiempo para jugar al futbol–admitió Joaquín, avergonzado.  

Mientras hablaban, las pulgas habían continuado ordenando la estantería y Silvia las miraba maravillada.

–Es increíble. ¡Parece magia!

–Las he enseñado yo –presumió Joaquín, que a pesar de todo, estaba muy orgulloso de ellas.

–¡Tú! ¿Qué sabes tú de pulgas?

Joaquín protestó. Todo era obra suya, aseguró. Sólo tenía que decir la palabra mágica y hacían lo que él quería.

–¿Dónde las has guardado todo este tiempo? –preguntó Silvia, curiosa.

Joaquín la enseñó el bote de cristal que ocultaba en una de sus manos.

–¿Y qué las has dado de comer, listillo?

Ahí le había pillado, confesó. Todavía no lo había descubierto.

– He probado de todo, pero no les gusta nada –dijo Joaquín, encogiéndose de hombros–. Son peor que yo.

–Entonces, ¿no han comido nada en toda la semana? –preguntó Silvia preocupada– ¡Las pobres estarán muertas de hambre!

–¡Que va! –repuso Joaquín –Si cada día están más fuertes.

–¡Eso es imposible! ¡Cómo van a estar fuertes si no comen! A menos que… –Silvia no terminó la frase. Se acercó a la librería y sacó un libro. Lo abrió por la mitad y lo miró asustada. Después sacó otro y luego otro.

–¡No puede ser! –grito nerviosa.

–¿El qué? ¿Qué pasa? –preguntó Joaquín, que no se enteraba de nada.

–¡No te das cuenta! –dijo al fin– ¡Han sido ellas! ¡Se han comido las vocales!

Joaquín frunció el ceño. Su hermana se estaba volviendo loca. ¡Cómo se iban a comer unas pulgas las vocales de los libros! ¡Eso era imposible!

Silvia le acercó varios libros y pudo comprobarlo por él mismo. En total faltaban las vocales de quince libros. ¡Quince! ¿Pero cómo lo habrían hecho?

Entonces recordó cómo las pulgas, antes de ordenar cada libro, lo abrían y pasaban las páginas a toda velocidad. Y él que pensaba que las pulgas sabían leer, ¡lo que hacían era comerse las letras!

–Creo que ya sé cómo lo hacen –dijo con un hilo de voz.

Joaquín hizo una demostración a su hermana. Cogió un cómic nuevo y lo dejó en el suelo.

-Entelequia dice: Charada ordena ese comic.

Al momento el cómic se abrió y las hojas pasaron a toda velocidad. Después se cerró de golpe y la pulga lo subió por la estantería hasta colocarlo de nuevo en su sitio. Joaquín lo sacó, tembloroso. No se atrevía a mirar. Haciendo un gran esfuerzo, lo abrió por la mitad.

–¡Faltan las vocales! -exclamó.

El nudo en el estómago había aumentado hasta convertirse en un enorme dolor de tripa. ¡Menudo encargado de los libros había resultado ser! ¡Por su culpa habían desaparecido todas esas letras! Joaquín se dejó caer en una silla, descompuesto.

–¿Nadie más se ha dado cuenta? –preguntó Silvia.

–Bueno, Rubén devolvió un libro ayer y dijo que no había entendido nada, pero como es tan bruto, no le hice caso –recordó Joaquín–. ¡Esto es un desastre! ¿Qué voy a hacer?

Silvia, aunque estaba muy enfadada, sintió una pena terrible por su hermano y le cogió cariñosamente de los hombros.

–Ya pensaremos algo, enano –dijo Silvia–. Ahora debemos deshacernos de esas pulgas, ¡antes de que se coman todos los libros del colegio!

 

 

XI. DE VUELTA AL CIRCO 

 

 

Joaquín levantó el tarro de cristal y lo observó a contraluz. ¡Ojala pudiera verlas!, pensó. Pero Silvia tenía razón. No podía quedarse con las pulgas, pero tenía que reconocer que eran unos bichejos increíbles. ¡Sino no fueran tan traviesas…! De mala gana, guardó el bote en la mochila.

Silvia había planeado devolver las pulgas esa misma tarde. Así que nada más llegar a casa, mintieron a su madre diciendo que iban a casa de un amigo y salieron en dirección al circo.  

Era la primera vez que cogían solos el metro. Había cinco paradas hasta la casa de campo, pero aun así resultaba toda una aventura. Silvia comprobó la ruta varias veces en un plano y no se separaron el uno del otro ni un segundo. El trayecto fue rapidísimo y en menos de veinte minutos llegaron a la estación. Por suerte, la parada estaba justo al lado de la carpa.

La función de la tarde acababa de terminar y un montón de gente salía por la puerta, con banderines y restos de palomitas. Los dos hermanos pasaron entre la multitud y se dirigieron directamente hacía la parte posterior, donde estaban aparcadas las caravanas.

–Es esa –dijo Joaquín, señalando la caravana negra con letras doradas-. Esa es.

–¿Seguro? –dijo Silvia, que aunque no quería reconocerlo, estaba un poco asustada.  

–¡Sí!¡Vamos! –exclamó su hermano, arrastrándola hacia la siniestra caravana.

El plan de Joaquín era sencillo: entrar y dejar el bote sin que nadie se diera cuenta. La función acaba de terminar y seguramente los artistas estarán todavía dentro de la carpa, pensó.

Subió las escalerillas y abrió la portezuela con cuidado. El interior estaba oscuro y en silencio.

-Vamos, no hay nadie –susurró.

Silvia le siguió, temblorosa. Joaquín abrió la mochila y entonces, una voz aguda y chillona llegó desde el interior.

–Te estaba esperando, muchacho –dijo la voz.

Silvia le apretó el brazo, con miedo, y se pegó a él.

–¿A mí? –Joaquín temblaba de arriba abajo, pero no iba a dejar que se notara.

–¡Claro! –dijo el domador, saliendo de entre las sombras– Hola pequeña. ¿Habéis traído mis pulgas?

Joaquín dudó unos segundos. Si no decía nada, no tenía por qué enterarse que había sido él. Podían salir corriendo y… Su hermana interrumpió sus pensamientos y le dio un fuerte pellizco en el brazo.

-Dáselas –susurró.

Joaquín suspiró y se dirigió al señor Malatesta.

–¿Cómo…?  –preguntó el chico–¿Cómo sabía que había sido yo?

El domador se atusó los bigotes y se acercó al muchacho.

–Reconozco a los insensatos en cuanto los veo –dijo el domador–. Sabía que eras uno. Y de los buenos. Ahora, ¿dónde están mis pulguitas? ¿Dónde están mis niñas?

Joaquín sacó los frascos de Charada y Telele y se los entregó.

–¡Mis pequeñas! ¿Estáis bien? –preguntó el domador, cogiendo los botes con cuidado –Pobrecitas, ¡estaréis muertas de hambre!

–Oh, no, señor. Han comido, ¡y mucho! –exclamó Silvia, que no había abierto la boca hasta ese momento-. Ese es el problema. Por eso estamos aquí.

El señor Malatesta soltó una gran carcajada que resonó por toda la caravana.

–¡Supongo que entonces habréis descubierto su secreto!

Los niños afirmaron con la cabeza. ¡Claro que lo habían descubierto! ¡Y de qué manera!  

–Te dije que hacía falta entrenamiento, y mucha práctica para controlar a las pulgas –dijo el domador–.

-Pero no dijo nada de comerse letras –dijo Joaquín-. Yo pensé que con la palabra mágica sería suficiente.

El domador soltó una nueva risotada.

-La palabra… mágica cómo tú bien dices, sólo la empleo en la función para que parezca, como decirlo, más espectacular. La palabra, como su nombre indica, es irreal. Una entelequia. Las pulgas son muy traviesas. Si uno no las entrena bien, desarrollan un apetito incontrolado por las vocales. Una sola pulga puede acabar con toda una biblioteca, como ya sucedió hace muchos años en un país muy lejano…

El señor Malatesta se quedó unos momentos pensativo.

-Lo siento mucho, señor Malatesta –reconoció Joaquín- ¿Qué puedo hacer con los libros? ¿Cómo podré recuperar las letras?

El señor Malatesta se agachó y le cogió de la barbilla.

-Estoy seguro de ello, Jovencito. Pero no podré ayudarte con lo de las vocales. No podemos pedirlas que las devuelvan. Las pulgas tienen una digestión muy rápida. 

Joaquín bajó la cabeza, apenado.

-Tendrás que trabajar duro si quieres solucionarlo -añadió el domador.

Joaquín asintió con la cabeza. Todo había sido por su culpa. Los libros estaban sin letras y por si fuera poco, nunca sería titular.  Su plan había resultado un completo desastre.

El señor Malatesta les acompañó hasta la salida y Joaquín miró el bote de las pulgas por última vez. ¡A pesar de todo, las iba a echar de menos! Esta vez fue Silvia la que le arrastró fuera de la caravana.

-¡Ha sido un placer! –se despidió el domador y acto seguido volvió junto a sus queridas pulgas- ¡Hasta nunca, niños!

Silvia y Joaquín cogieron de nuevo el metro y llegaron a casa antes de que su madre pudiera darse cuenta de su pequeña aventura.

 

 

XII. SILVIA AL RESCATE

 

 

De vuelta al colegio, Joaquín seguía preocupado. Se había desecho de las pulgas, pero aún le faltaba resolver el problema de los libros.

Silvia se sentó junto a él en clase, lo que era bastante extraño, pues normalmente solía sentarse con su amiga Ana. Sin embargo, aquella mañana tenía un presentimiento y algo le decía que su hermano podía necesitarle. Y efectivamente, así fue. La Señorita Carmen, la profesora de lengua, tuvo una idea terrible, de esas que solo pueden tener los profesores. Cogió un libro de la estantería y pidió un voluntario para leer en voz alta.

Joaquín miro a su alrededor, y antes de que ninguno de sus compañeros se ofreciera, levantó la mano.

Por desgracia, al libro le faltaban las vocales. Intentó descifrarlo, como había hecho su hermana, pero era imposible. Estaba totalmente bloqueado y varios goterones de sudor le cayeron por la frente. Sus compañeros empezaron a cuchichear y entonces Silvia intervino.

–Profesora, mi hermano tiene mal la garganta –mintió–. ¿Puedo leer yo en su lugar?

La profesora se fijó en Joaquín, que realmente tenía un aspecto horrible, y permitió a Silvia que leyera en su lugar.

Desde luego no iba a ser fácil, pero conocía el libro y tenía que intentarlo. Se aclaró la garganta un par de veces y comenzó a leer en voz alta. Era un libro de Sherlock Holmes.

Al principio iba muy despacio, pero poco a poco fue cogiendo soltura, y aumentó la velocidad. Joaquín la contemplaba maravillado. Nunca se había sentido tan orgulloso de su hermana. Era capaz de componer todas esas palabras, en su cabeza, y sin que nadie se diera cuenta. ¡Prácticamente se sabía el libro de memoria! Y la verdad es que era bastante divertido.

Por fin, Silvia terminó, no sin esfuerzo, el primer capítulo. El resto de la clase se dispuso a hacer un resumen de lo que había leído, mientras que Joaquín dio un cariñoso apretón en la mano a su hermana por debajo del pupitre.

–Gracias –susurró.

Le había salvado de una buena, pero ¿Y si alguien más quería leer un libro? ¿Qué pasaría entonces? Tenía que hacer algo para solucionarlo.

 

 

XIII. JOAQUIN TOMA BUEN EJEMPLO

 

 

Durante el recreo, Joaquín se mostró más retraído que de costumbre. Paseó con las manos en los bolsillos, evitó a sus amigos y ni siquiera se fijó cuando el balón de futbol pasó junto a él. Silvia se acercó, preocupada.

–¿En qué piensas? –preguntó- ¿Te encuentras bien?

            Pero Joaquín estaba demasiado distraído con una idea que iba tomando forma en su cabeza. Silvia tuvo que volverle a repetir la pregunta y esta vez sí, Joaquín la escuchó.

–Voy a rellenar las letras que faltan de los libros –explicó Joaquín nervioso.

–¡Qué! –exclamó su hermana– Eso es mucho, pero que mucho trabajo.

–No hay otra solución. Tengo que hacerlo –resolvió.

Silvia miró fijamente a su hermano. Parecía decidido a hacerlo.

–Bien, entonces te ayudaré –dijo Silvia.

–No, esta vez no –dijo Joaquín sonriendo a pesar de todo–. Ya me has ayudado bastante. Yo me he metido en este lío y yo tengo que salir de él. Todavía soy el encargado de los libros y es mi responsabilidad cuidar de ellos. 

Ahora era Silvia la que estaba orgullosa de él.

–¿Y cómo lo vas a hacer? –preguntó curiosa.

Joaquín se encogió de hombros. Había estado pensando en lo que tenía que hacer, pero no en cómo hacerlo. Rellenar los huecos dejados por las pulgas no era tan fácil. Esa mañana lo había intentado, y se había quedado en blanco. Debía escribir las letras adecuadas, para que las frases tuvieran sentido y las historias no cambiaran. ¿Pero cómo?

–La verdad es que no lo sé –reconoció.

–¡Menos mal que tienes una hermana a la que le gusta leer! –exclamó Silvia, divertida- Si sacas los libros de la biblioteca pública del barrio podrás copiarlos, ¡y así no tendrás que inventarte nada!

Esa era una buena idea. De hecho, era una idea genial. Estaba tan contento que se puso a dar botes de alegría en medio del patio. ¡Tenía la mejor hermana del mundo!

Por primera vez, iba a hacer lo que tenía que hacer sin buscar excusas ni nadie que lo hiciera por él. En cierta manera, y aunque sonase extraño, se sentía contento. Tenía una misión que cumplir.

 

 

XIV. DE COMO UN CASTIGO SE CONVIERTE EN ALGO BUENO 

 

 

Joaquín cerró el libro que estaba leyendo, en el preciso instante en que Silvia entraba por la puerta.

–¡El último! –dijo al ver a su hermana.

Había leído un montón de libros en las últimas semanas. Quince en total. Había sido un trabajo duro. Rellenar todos esos huecos con vocales. Pero había terminado.

–Supongo que habrá sido una pesadilla –dijo Silvia.

–La verdad es que tampoco ha sido para tanto –respondió Joaquín.

Silvia dio un salto, sorprendida.

–Vaya, eso si que es una sorpresa. ¡Así que no te lo has pasado tan mal leyendo!-exclamó.

–Leer es más divertido de lo que pensaba –admitió Joaquín.

Silvia le dio una cariñosa colleja en la nuca.

–Resulta que no tienes la cabeza tan dura como creía –admitió sorprendida.

-Si me hubieras dicho que ocurrían tantas aventuras en los libros hubiera leído muchos más, te lo aseguro. Así que en realidad, ¡es culpa tuya que hasta ahora haya sido tan bruto!

Silvia se encogió de hombros divertida. Joaquín era todo un caso.

-Por cierto, ¿hoy no tienes partido? –preguntó.

Joaquín asintió con la cabeza.

–¿Y a qué esperas? –preguntó Silvia mirando su reloj. Apenas quedaba una hora.

–He faltado tanto al entrenamiento durante todos estos días, que no he conseguido ser titular. No tengo ninguna posibilidad de que me saquen –dijo con tristeza-. Rubén jugará en mi lugar.  

Silvia le tiró del brazo.

–No puedes rendirte tan pronto –dijo Silvia–. ¡Vamos! Nunca se sabe. Quizá necesiten al suplente…

–Pero…

–¡No hay peros que valgan! –exclamó Silvia mientras tiraba de su hermano para que se levantara del sofá- ¡Vamos!

 

 

XV. EL PARTIDO FINAL 

 

 

El partido estaba a punto de comenzar. La afición gritaba el nombre de los equipos, mientras Joaquín esperaba en el banquillo.

Los jugadores fueron saliendo uno a uno hasta formar en el centro del campo. El árbitro contó a los jugadores, pero en uno de los equipos sólo había diez jugadores ¿Dónde estaba el número once?

El público comenzó a silbar. Estaban impacientes de que empezara el partido. Era el primero de la temporada y los ánimos estaban caldeados.

El entrenador se acercó al vestuario y ordenó al jugador número once que saliera. Era Rubén. 

–No puedo salir, señor –susurró el muchacho desde el vestuario-. No tengo zapatillas.

–¡No digas tonterías y sal! –exclamó el entrenador, nervioso.

Rubén se asomó ligeramente. Estaba descalzo.

–¡Chico, qué tontería es esta! ¡Ponte las zapatillas y juega! –gritó el entrenador.

–No puedo. ¡Cada vez que intento ponerme las zapatillas se alejan de mí! ¡Como si tuvieran vida!

-No tiene gracia –bramó el entrenador, que estaba empezando a perder la paciencia- No me gustan las bromas. ¡Las zapatillas no se mueven solas!

-Le digo que así es. Se mueven solas. Es como si fuera magia –dijo Rubén, que parecía un poco asustado-. Me quiero ir a casa, señor.

El entrenador se llevó las manos a la cabeza. No tenía tiempo para tonterías. De pronto, se fijó en Joaquín, que esperaba sentado en el banquillo.

-¡Joaquín, al campo! –gritó el entrenador–. Y tú, ¡atrapa tus zapatillas! ¡O vas a perder la cabeza!

Joaquín saltó al campo sin pensar. Era increíble. Después de todo, iba a jugar. ¡Casi no se lo podía creer! ¡Era como un milagro! ¡Magia!

Se acercó a sus compañeros y buscó a su hermana entre el público. Estaba en primera fila, sentada junto a un señor con bigote y sombrero. Los dos le saludaron con la mano.

Joaquín dio un respingo y luego soltó una carcajada. ¡No lo podía creer! El señor de bigote que había junto a su hermana era el mismísimo señor Malatesta, el domador.  Miró un segundo hacia el vestuario, lo justo para ver a Rubén salir corriendo en busca de su madre. Estaba seguro de que Charada y Telele tenían algo que ver con las traviesas zapatillas de Rubén. 

Joaquín devolvió el saludo a su hermana y al curioso domador y formó junto a sus compañeros. El arbitró tocó el silbato y el partido comenzó… ¡Era hora de jugar!

 

 

FIN

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